Yo me quedo en casa

Nos levantamos corriendo, desayunamos corriendo, trabajamos corriendo, volvemos corriendo y hay que irse a dormir corriendo. Hasta correr lo hacemos corriendo. Y, de repente, que nos quedemos en casa: lo único para lo que, al parecer, no estábamos del todo preparados.

Al principio, supongo que por inercia, tendemos a mantener en casa el mismo ritmo frenético que veníamos llevando en la calle para seguir sintiéndonos productivos: limpiar, poner lavadoras, planchar, ordenar y clasificar. Pararnos no es una opción: quizá porque no nos hemos permitido aprenderlo, quizá porque, en realidad, corriendo nos sentimos a salvo.

De nosotros mismos.

El reto de estar en casa será, entre tanto lavado de manos, que volvamos a observarnos en el espejo: esa arruga nueva o ese lunar de siempre. Cada dos por tres nos tropezamos con la misma esquina del sofá, ¿y si lo ponemos enfrente? Mientras doblamos los calcetines, nuestra mirada va a parar a aquella hilera de libros que dijimos que algún día leeríamos cuando tuviéramos tiempo. ¡Ay, mira por donde vas, hijo! ¿de qué te ríes? Hace rato que no oigo a mi pareja por la casa y, de repente, la echo de menos. Lo mal que lo tiene que estar pasando toda la gente que tenga familia en el hospital. Pues anda que aquellos cuyos países están en guerra o no tienen recursos…

Es posible que nos encontremos con trocitos de nosotros que ya no recordábamos que lo eran: partituras, bocetos, borradores, diarios con las páginas amarillas o cintas de cassette con los éxitos del 2000.  Y nos entre vértigo. La clase de vértigo que nos incomoda porque nos reta, nos cuestiona, nos remueve, nos sacude para ponernos de frente a unas cuantas verdades innegables: que han pasado cinco años desde la última vez que hablasmos con personas a las que consideramos mejores amigos, que aquello se fue a la mierda porque no pusimos la suficiente carne en el asador, que la relación que realmente tenemos con nuestros hijos dista mucho de la que creíamos tener hasta hace dos días. ¿Qué piensas, cariño? Nada. Bueno, sí, ¿nos ponemos una taza de té?

Y, de repente, aterrizamos en el presente. Volvemos a hacer ‘click’ con nuestra piel y la de los otros: sea a un riguroso metro o a un continente. El ‘¿qué hago?’ nos va a llevar a sitios insospechados donde aún nos quedan cosas pendientes junto con otras que ni nos habíamos fijado pero ya llevaban ya allí algún tiempo.

Es paradójico: han tenido que separarnos a todos para que todos queramos estar juntos. Porque así somos. Y donde antes nos molestaban los vecinos con la música alta, ahora nos salimos al balcón y comenzamos a bailar con ella. Al final resulta que sí que nos podemos llevar bien, que lo único que faltaba era voluntad o, quizá, ponernos en valor. Dejar a un lado las diferencias y centrarnos en lo que importa realmente, que al final (siento el spoiler) para todos es lo mismo.

Nos cuesta, nos cuesta. Lo más fácil es huir hacia el siguiente fin de semana o puente. Decimos que no tenemos tiempo, pero en realidad, lo que nos faltan son ganas.  Y ahora, que resulta que somos un soplido, las cosas cambian. ¿O hemos cambiado nosotros?

No somos ministros de Defensa, Sanidad, Interior o Transportes, pero sólo nosotros podemos hacer que la situación cambie ahora y siga cambiando cuando acabe la reclusión, de forma que no sólo hayamos vencido al virus sino que hayamos renacido como individuos, y también como país.

Mientras tanto, menos selfies y más hashtags. Salir del piloto automático y volver al principio, a donde lo dejamos antes de perdernos en los detalles. Estamos a tiempo. Hoy es siempre todavía. Gracias, Machado. 

Para aquellos que lo único que podemos hacer y, a la vez, todo lo que podemos hacer es permanecer en casa, tomémoslo como lo que es: un ‘mindfulness’  a lo bestia, de todo un país y hasta de varios (si no todos) al mismo tiempo. Un frenazo en seco, un guantazo con la mano abierta. PERO TAMBIÉN UNA OPORTUNIDAD. Necesitábamos bajar del pedestal, tomar conciencia de que el ser humano no está por encima de todo, de que lo que le pase a alguien en el otro lado del mundo también va con nosotros aquí. Que la ubicación geográfica o el nivel económico no son garantía de inmunidad y que la gente que es capaz de embarcarse en una patera para atravesar el Mediterráneo en plena noche o de poner todo lo que les quepa en una mochila sobre los hombros y echar a andar con sus hijos de la mano, es gente con miedo como el nuestro, a la que tampoco le preguntaron si querían ver sus calles vaciarse, sus seres queridos irse, sus vidas desintegrarse.

Quizá, después de todo, la vida ya era jodidamente estupenda un lunes en el metro a las 8 de la mañana, rodeados de otros como nosotros, hacia un trabajo que nos permite tener lo que, para muchísimos, en otros lugares del mundo, aún a día de hoy, sigue siendo un sueño. Así que estaría bien si de ésta salimos siendo, como mínimo, un pelín más agradecidos, porque, por lo visto, nos sobraban los motivos.

 

Vamos a sacar algo bueno de esto.

Vamos a ver de qué somos capaces en las siguientes semanas. Que cuando todo esto acabe, podamos decir que aprendimos algo de estos días, que a raíz de esto fuimos mejores y supimos poner en valor las pequeñas cosas.

Las que damos por hecho.

Las que no valoramos hasta que las perdemos.

 

 

Gracias a todas las personas que, de una manera u otra, están trabajando estos dias incansablemente por el bien común.

 

 

 

Estándar