Yo me quedo en casa

Nos levantamos corriendo, desayunamos corriendo, trabajamos corriendo, volvemos corriendo y hay que irse a dormir corriendo. Hasta correr lo hacemos corriendo. Y, de repente, que nos quedemos en casa: lo único para lo que, al parecer, no estábamos del todo preparados.

Al principio, supongo que por inercia, tendemos a mantener en casa el mismo ritmo frenético que veníamos llevando en la calle para seguir sintiéndonos productivos: limpiar, poner lavadoras, planchar, ordenar y clasificar. Pararnos no es una opción: quizá porque no nos hemos permitido aprenderlo, quizá porque, en realidad, corriendo nos sentimos a salvo.

De nosotros mismos.

El reto de estar en casa será, entre tanto lavado de manos, que volvamos a observarnos en el espejo: esa arruga nueva o ese lunar de siempre. Cada dos por tres nos tropezamos con la misma esquina del sofá, ¿y si lo ponemos enfrente? Mientras doblamos los calcetines, nuestra mirada va a parar a aquella hilera de libros que dijimos que algún día leeríamos cuando tuviéramos tiempo. ¡Ay, mira por donde vas, hijo! ¿de qué te ríes? Hace rato que no oigo a mi pareja por la casa y, de repente, la echo de menos. Lo mal que lo tiene que estar pasando toda la gente que tenga familia en el hospital. Pues anda que aquellos cuyos países están en guerra o no tienen recursos…

Es posible que nos encontremos con trocitos de nosotros que ya no recordábamos que lo eran: partituras, bocetos, borradores, diarios con las páginas amarillas o cintas de cassette con los éxitos del 2000.  Y nos entre vértigo. La clase de vértigo que nos incomoda porque nos reta, nos cuestiona, nos remueve, nos sacude para ponernos de frente a unas cuantas verdades innegables: que han pasado cinco años desde la última vez que hablasmos con personas a las que consideramos mejores amigos, que aquello se fue a la mierda porque no pusimos la suficiente carne en el asador, que la relación que realmente tenemos con nuestros hijos dista mucho de la que creíamos tener hasta hace dos días. ¿Qué piensas, cariño? Nada. Bueno, sí, ¿nos ponemos una taza de té?

Y, de repente, aterrizamos en el presente. Volvemos a hacer ‘click’ con nuestra piel y la de los otros: sea a un riguroso metro o a un continente. El ‘¿qué hago?’ nos va a llevar a sitios insospechados donde aún nos quedan cosas pendientes junto con otras que ni nos habíamos fijado pero ya llevaban ya allí algún tiempo.

Es paradójico: han tenido que separarnos a todos para que todos queramos estar juntos. Porque así somos. Y donde antes nos molestaban los vecinos con la música alta, ahora nos salimos al balcón y comenzamos a bailar con ella. Al final resulta que sí que nos podemos llevar bien, que lo único que faltaba era voluntad o, quizá, ponernos en valor. Dejar a un lado las diferencias y centrarnos en lo que importa realmente, que al final (siento el spoiler) para todos es lo mismo.

Nos cuesta, nos cuesta. Lo más fácil es huir hacia el siguiente fin de semana o puente. Decimos que no tenemos tiempo, pero en realidad, lo que nos faltan son ganas.  Y ahora, que resulta que somos un soplido, las cosas cambian. ¿O hemos cambiado nosotros?

No somos ministros de Defensa, Sanidad, Interior o Transportes, pero sólo nosotros podemos hacer que la situación cambie ahora y siga cambiando cuando acabe la reclusión, de forma que no sólo hayamos vencido al virus sino que hayamos renacido como individuos, y también como país.

Mientras tanto, menos selfies y más hashtags. Salir del piloto automático y volver al principio, a donde lo dejamos antes de perdernos en los detalles. Estamos a tiempo. Hoy es siempre todavía. Gracias, Machado. 

Para aquellos que lo único que podemos hacer y, a la vez, todo lo que podemos hacer es permanecer en casa, tomémoslo como lo que es: un ‘mindfulness’  a lo bestia, de todo un país y hasta de varios (si no todos) al mismo tiempo. Un frenazo en seco, un guantazo con la mano abierta. PERO TAMBIÉN UNA OPORTUNIDAD. Necesitábamos bajar del pedestal, tomar conciencia de que el ser humano no está por encima de todo, de que lo que le pase a alguien en el otro lado del mundo también va con nosotros aquí. Que la ubicación geográfica o el nivel económico no son garantía de inmunidad y que la gente que es capaz de embarcarse en una patera para atravesar el Mediterráneo en plena noche o de poner todo lo que les quepa en una mochila sobre los hombros y echar a andar con sus hijos de la mano, es gente con miedo como el nuestro, a la que tampoco le preguntaron si querían ver sus calles vaciarse, sus seres queridos irse, sus vidas desintegrarse.

Quizá, después de todo, la vida ya era jodidamente estupenda un lunes en el metro a las 8 de la mañana, rodeados de otros como nosotros, hacia un trabajo que nos permite tener lo que, para muchísimos, en otros lugares del mundo, aún a día de hoy, sigue siendo un sueño. Así que estaría bien si de ésta salimos siendo, como mínimo, un pelín más agradecidos, porque, por lo visto, nos sobraban los motivos.

 

Vamos a sacar algo bueno de esto.

Vamos a ver de qué somos capaces en las siguientes semanas. Que cuando todo esto acabe, podamos decir que aprendimos algo de estos días, que a raíz de esto fuimos mejores y supimos poner en valor las pequeñas cosas.

Las que damos por hecho.

Las que no valoramos hasta que las perdemos.

 

 

Gracias a todas las personas que, de una manera u otra, están trabajando estos dias incansablemente por el bien común.

 

 

 

Estándar

Año nuevo, vale. Vida nueva no, gracias.

31de Diciembre de 2015

Año nuevo, vida nueva. 

O eso dicen. Pero no es lo que yo realmente deseo. Yo lo que quiero es seguir viviendo la vida que me ha tocado vivir, con sus más y sus menos. Incluso cuando hay más menos que más.

Siempre nos ilusionamos con la entrada del nuevo año en un intento de hacer ese borrón y cuenta nueva que todos desearíamos poder hacer alguna vez pero que luego nunca es posible. Y no lo es porque, nos guste o no, después de las campanadas seguimos siendo los mismos (con la consiguiente decepción). Como si nosotros no tuviéramos absolutamente nada que decir sobre el modo en que se desarrolla nuestra vida. Como si cada día ya estuviera escrito. Cualquier cosa, con tal de no asumir que los actores principales de nuestra vida siempre seremos nosotros. Desde el primer día y hasta el último.

¿Y si el tiempo no se midiera por años? Seguro que nos inventaríamos otra excusa para, cada cierto tiempo, volver a contar de cero… Así que yo propongo empezar a contar el tiempo por, digamos, lecciones aprendidas.

Según este criterio, habrá años que parecerán eternos y otros que durarán un segundo. Pero, al final, todos y cada uno de ellos, serán los que realmente cuenten en nuestro paso por esta vida.

Por eso yo no quiero cambiar de vida ni olvidar nada de lo que he aprendido estos meses atrás. Es más, quiero tenerlo presente, para nunca volver a cometer los mismos errores. Y para decirme a mí misma que, si lo logré una vez, puedo volverlo a hacer. Para poder valorar a las personas que entran en mi vida con un criterio mejor que el que habría empleado si no hubiera existido dificultades previas. Para estar más dispuesta a percibir, a sentir, a vivir, ahora que ya sé que el tiempo es, quizá, la moneda más valiosa de que una persona dispone.

Por todo esto, no os deseo un feliz año «nuevo», sino un feliz 2016, con la certeza de que cada día tendremos una nueva oportunidad para seguir intentando aquello que ayer no pudimos completar. Sea del año que sea.

Nunca es lo suficientemente tarde.

¡¡Mis mejores deseos para todos!!

Marta.

 

Estándar

Por París. Por nosotros.

Estoy conmocionada. Después de enterarme del último ataque terrorista en el mundo, primero pensé en las propias víctimas, después en sus familiares, y finalmente, en la comunidad internacional. No sabía qué decir. Ni qué pensar. Pero después de unas horas en shock, he decidido hacer uso de mi derecho a expresarme. Y eso trato de hacer, al tiempo que desenmaraño este nudo de sentimientos que me oprime el pecho.

No es el primer ataque de esta naturaleza que ha sucedido en nuestra historia reciente, pero sí es la primera vez que me pronuncio acerca del tema.

Me consta que sucesos de la naturaleza de los acaecidos ayer en París alcanzan el corazón de cualquier persona que se precie humana, pero especialmente, a los que nos dedicamos en cuerpo y alma, de una manera u otra, a la Justicia. Ésa que lleva mayúsculas. Porque aunque no es la norma, yo creo en ella. Y en todos los derechos que una persona tiene por el sólo hecho de serlo, entre los que no se encuentra, de ninguna manera ni bajo ninguna condición, el de acabar con la vida de otros. Sea por la razón que sea: ni sexo, ni raza, ni religión. Porque si hay algo ahí arriba verdaderamente (y yo soy creyente) no pienso que nos pusiera en el mundo para esto. De verdad que no. Aunque yo lo llame Dios, tú Alá y ellos Buda.

Yo hoy rezo por las víctimas del terrorismo, y por todas las personas que a partir de ahora tendrán que lidiar con su ausencia; por los gobernantes y autoridades de todos los países que ahora mismo están sentadas alrededor de una mesa tratando de buscar una solución a este problema y cuidando de prevenir futuros nuevos ataques a la población; pero también y sobre todo, hoy rezo por nosotros. Por la gente de la calle. Por todos los que no somos políticos, ni tenemos que comparecer ante los medios para informar de nuestras decisiones. Por todos los que pensamos que «no podemos hacer nada». Para que salgamos de nuestro error.

Estamos asistiendo a un momento de la historia de picos en las gráficas: unos están en los de arriba y otros en los de abajo. Unos tratan sistemáticamente de tener más, mientras que otros sueñan con olvidar el sonido de las bombas. Unos construyen fortalezas alrededor de sus propiedades para no ser molestados y otros huyen de las suyas para sobrevivir. Y sí, siempre ha habido guerras pero no siempre tanta gente ha tenido tanta formación ni ha habido tanta velocidad para comunicarnos de un lugar a otro en el mundo. Usémoslo a nuestro favor y no en nuestra contra.

Hoy rezo por los que estamos en nuestras casas, tranquilamente. Para que cuando salgamos a la calle seamos capaces de distinguir las razas de la maldad, la necesidad de sobrevivir de la oportunidad para hacer daño, la posibilidad de expresarnos a través de los medios a nuestro alcance de la de provocar el odio contra quien jamás nos haría daño, la generalidad de la excepción. Porque no va a ser fácil.

Ahora sigo conmocionada, pero ya sé lo que pienso y por qué lo pienso.

Ojalá que cada uno de nosotros de ahora en adelante sea capaz de escuchar con sus propios oídos, de ver con sus propios ojos y de hablar con su propia voz. Sólo así seremos capaces de actuar como personas humanas racionales.

Hagamos que esas tres palabras no dejen de ser sinónimas.

Estándar

La felicidad es para los valientes

La felicidad es para los valientes.

Para los que salen en su busca y están predispuestos a encontrarla en cualquier parte. Para los que saben lo que tienen que hacer y se arman de coraje para hacerlo, aunque no les guste. Para los que no miden el coste de sus decisiones, sino las ganancias.  Para los que creen que el corazón realmente habla de vez en cuando y no siempre pueden ignorarlo.

No son felices y no lo serán nunca los que no arriesgan, los que viven cómodamente durante demasiado tiempo.Tampoco quienes dan al miedo el poder de dirigir sus vidas. Ni los que jamás se embarcan en un viaje sin saber a ciencia cierta cuál será el destino.

Todos tenemos miedo alguna vez cada día. Lo que sucede es que algunos lo utilizan como excusa inmovilizante y otros para impulsarse. Están los que, ante una situación de peligro, corren y los que buscan cómo encararla. Los primeros se librarán fácil y rápido de lo que les perturba, pero cada vez que se tropiecen con una situación parecida tendrán que repetir la misma operación. Es decir, se pasarán corriendo toda su vida. Y nadie es libre si no puede elegir hacia dónde correr o cuándo reanudar la marcha.

No quiero decir que sea fácil. La felicidad es para los que asumen que no se trata de un estado perpetuo sino de un cúmulo de buenos momentos, y como tal, se aficionan a coleccionarlos. Para los que por fin entienden que siempre van a venir días malos, se pongan como se pongan. Y rachas. Y situaciones injustas. Pero eso no nos exime del deber de ser felices cuando toque serlo.

A veces se trata simplemente de esperar. Esperar no como sinónimo de pasividad, de bajar los brazos. Esperar mientras resistimos. Aunque la postura sea incómoda.

No se trata de tener todos los días una sonrisa de oreja a oreja, sino de no permitir que nadie tenga el poder de arruinar nuestro tiempo. Ni un segundo. Que ya demasiado perdemos por ser mortales.

Puede que incluso ya se hayan cumplido parte de los objetivos y ahora no sepamos qué sigue. O que nunca tuviéramos claro hacia dónde iniciar la caminata. En tal caso, viaja. No necesariamente a otro país, sino al centro de tí mismo.

Vete a algún buen libro, a algún cartel que te llame la atención, a algún amanecer que aún no hayas visto… Y piérdete. Hasta que te encuentres. Hasta que, por un momento, sólo escuches lo que dices tú de tí mismo.

Solemos pedir consejo a los demás para resolver nuestras dudas, infravalorando lo que sentimos, cuando en realidad nadie lo conoce mejor que nosotros mismos. Por tanto, la respuesta siempre va con nosotros, con cada pregunta que hacemos. Quizá no estemos buscando en el sitio adecuado.

Ser feliz es una decisión, y como todas las decisiones, siempre llevará implícita una renuncia. No podemos exigirle a alguien que sepa lo que sólo podemos saber nosotros. Es nuestra, y sólo nuestra, la responsabilidad de conocernos y, por tanto, de ser felices. Ni de tu novia, ni de tus padre, ni de tu abuela, ni de tu mejor amigo. Es tuya.

Porque la felicidad es para el que está convencido de que existe, pero no sin esfuerzo. Para el se harta de llorar cuando lo necesita. Para el que se queja lo mínimo y está muy loco. Para el que sabe que esto dura demasiado poco.

La felicidad es para los valientes.

image

Estándar

El opo-calendario

foto escritorio

Para la gran mayoría de los mortales y al margen de consideraciones religiosas, el primer día de la semana es el lunes. Así lo establece, a efectos laborales, un estándar bastante conocido en el ámbito de los negocios denominado ISO 8601. Sin embargo, toda regla tiene sus opositores. Que diga, sus excepciones.

Tengo compañeros que empiezan la semana en jueves, otros en viernes y otros en domingo. Tengo compañeros que inlcuso empiezan la semana dos veces antes de que acabe. En cualquier caso, todo gira en torno al archiconocido «cante» en el preparador. Nada de lunas, ni días, ni horas. El tiempo se mide en temas.

Así las cosas, cuando me levanto no pienso qué día es hoy, sino cuántos temas me quedan por estudiar antes de que llegue el día del «cante». Y es que, con el paso de los años en esto de opositar, saber en qué fecha estamos deja de tener importancia, ya que, para mí no hay puentes, ni fiestas, ni final de curso, ni nada por el estilo, por mucho que nuestro amigo Mr Wonderful se empeñe en su agenda.

Sólo conviene preocuparse cuando al levantarnos de la siesta creemos que ya es el día siguiente o, peor aún, cuando al despertarnos por la mañana no sabemos en qué mes vivimos, si es verano o es invierno. Lo prometo, me ha pasado.

La semana, para una persona que oposita, es otro rollo. Aquí no hay días fuertes, ni días largos. Ni siquiera fin de semana. La opo-semana es una cuenta atrás en la que el agobio y la presión sólo hacen aumentar hasta que «cantamos». Y después, vuelta a empezar.

Mi semana empieza, por tanto, cuando salgo del preparador. Ese momento en que voy por la calle flotando y sonriendo hasta a las farolas en plan Mr Bean. Ese momento en el que la necesidad de hacer el bien me recorre por el cuerpo como un rayo de arriba a abajo y hace que tenga ganas de ayudar a la gente a pasar el paso de cebra, a facilitarle a una mamá el bajar los carritos de bebés por las escaleras o a colaborar con la mismísima policía a detener a un carterista, si hace falta. Porque oye, HE SALIDO DEL PREPARADOR. Y es el mejor momento de la semana, sin duda alguna.

Al cabo de las horas, toda esa energía que me hacía levitar va reduciendo poco a poco su presencia en mi sangre y se me empieza a abrir la boca (aunque, por ese entonces, puedo disimularlo y sólo se produce aisladamente). Suele ser cuando te sientas en una terraza a tomar algo con tus amigos o tu pareja. Y además es un proceso imparable. Nadie puede evitarlo, SALVO que de repente oigas alguna de las que yo considero palabras clave, como «temas», «oposición», «cronómetro», «ley», «código», «opositor» o «articulo». Con independencia de que luego se trate de «temas de conversación», «opositores al régimen» o «artículos de una revista».

El cerebro del opositor recibe la información, subraya (en amarillo, siempre) las palabras clave y empuja al resto del cuerpo hacia un estado de alerta que ya quisiera Red Bull. Dicen que se me cambia hasta la cara, y que doy miedo. Sin embargo, me cuesta trabajo seguir una conversación normal o tengo que preguntar tres veces cuánto le debo al camarero. Porque no me entero.

A medida que va avanzando la tarde y llega la noche, no hay manera de disimular los bostezos. Si quiero tapar mi boca (todavía intento mantener la compostura) imposible no recurrir a las dos manos. Suele ser un momento de lucha interna, entre la parte de tu cerebro que dice es el momento que llevas esperando toda la semana y la parte que te dice que no puedes más. Aún así, no dejo que nada ni nadie me amargue el día y desoigo toda vocecilla interna que intente que no haga lo que queria hacer. Hasta que, o bien me quedo dormida en el sitio menos oportuno o, en el mejor de los casos, caigo rendida en la cama.

El día siguiente al cante (en mi caso, día libre), me levanto a la misma hora de siempre pero sin despertador y como una moto. Quiero hacer los cien metros lisos, comerme tres elefantes y bailar la mismísima Jota, si hace falta. Y esto es algo que sufren, especialmente, los que están plácidamente durmiendo a nuestro lado. Porque si nos despertamos nosotros, se despierta todo el mundo (¡qué va a ser esto!). Aún así, la perspectiva de un día sin estudiar por delante, te hace tener (todavía) unos altos niveles de empatía, comprensión y raciocinio que hacen que seams benévolos con los que nos piden una prórroga. Pero que sea corta.

Lo peor es cuando pasa la hora del almuerzo del día libre. Digamos que una nube negra se cierne sobre mí y lo que antes me parecía gracioso deja de hacerme gracia. Si a alguien se le ocurre proponerme un plan para ese otro día del fin de semana me vuelvo agresiva. Tengo menos hambre que nunca porque, si ceno, eso significa que después me acuesto y en cuanto menos acuerde, ahí estoy otra vez delante de los libros.

Los domingos por la mañana me siento como si despertara de la anestesia: dolores por todo el cuerpo y un recuerdo difuso de lo que han sido las ultimas horas, como si hubiera sido un sueño. Pero los libros son reales como la vida misma y están donde los dejé, espérandome. Qué tiernos.

Se supone que tendría que tener toda la presión del mundo encima y voy pisando huevos. Pero todavía es soportable, porque el viernes se ve muy lejos en el horizonte, y me permito alguna que otra licencia.

Detrás llega el lunes. La presión aumenta. Mi cerebro no para de enviarme imágenes de todo lo que debí haber hecho ayer y me dejé para hoy, con lo que, para meterme realmente en vereda necesito aislarme de todos esos demonios que todavía no se habían instalado en mi escritorio ayer. Y sigo estudiando.

La semana va avanzando y como la amenaza de muerte que supone el cante cada vez es más real, el cerebro (digo yo que por puro instinto de supervivencia) empieza a rendir a tope. Lo malo es que no deja de mostrarme tablas comparativas entre lo que es y lo que podría haber sido si hubiera estado así desde el minuto uno. Y eso agobia tela.

Viernes por la mañana. Pre-cante. He conseguido estudiarme todo lo que me había propuesto pero me prometo a mí misma que la semana que viene no iré con este estrés encima. Me digo que así no se puede vivir. Y repaso, repaso, repaso. No hay hambre, ni frío, ni calor hasta que llega la hora de cerrar el libro y emprender la marcha hasta la casa de mi preparador.

Hay algo que yo no le desearía ni a mi peor enemigo: cruzarse con un opositor en el trayecto de su casa a la de su preparador. Porque ese opositor, aunque luzca como un ser humano aparentemente normal, no lo es. Es una base de datos andante con radares para detectar cualquier tipo de peligro que le haga desconcentrarse. Y tiene órdenes de matar si la ocasión lo requiere.

Asi, ya no es que no ayude a nadie a cruzar el paso de cebra, es que directamente me lanzo yo con el semáforo en rojo si hace falta. Ya no es que no se me ocurra coger el carrito de bebé de una rueda para ayudarle a la madre a bajar las escaleras, es que miro al bebé que va dentro y pienso: «ojalá yo fuera él». Y ya no es que no levite, es que voy arrastrándome contra mi propia voluntad. Pero llego y me siento en esa mesa de todos los viernes. Pongo el cronómetro en marcha y empiezo a disparar.

Esos minutos que yo quisiera que fueran más, se me hacen, en realidad, cortísimos. Antes de que acuerde, ya he acabado y le estoy contando mis planes para el día libre al preparador.

Y ya estoy otra vez fuera, levitando a la vez que escribo este post y antes de que se me acaben las pilas. Porque así son mis semanas.

Ay…

Uff…

Perdón.

Disculpadme si se me empieza a abrir la boca, pero creo que ya sabéis de qué va esto.

¡Buena semana a todos!

Estándar

Gracias, mamá.

Gracias mama collage

Felicidades, mamás.

A las que estáis buscando serlo, a las que a pesar de todo disteis un paso adelante, a las recién estrenadas, a las más veteranas, a las que siempre lo habéis sido para alguien (diga lo que diga la genética) y a las que sois mamás de mamás.

A las que estáis con nosotros en la tierra y a la que estáis con nosotros desde el Cielo.

Porque sois, sencillamente, extraordinarias.

Una madre es una persona que decidió multiplicar su amor por infinito. Es mucho más que la persona que nos da la vida. Es la persona que nos enseña a VIVIRLA.

Cuando nacemos, nos parece lo más lógico del mundo que esté ahí. Nos da su mano para levantarnos y nos enseña a usar las nuestras para ser nosotros mismos. Luego, vamos creciendo y van llegando las broncas. Algunas de las cuales son y serán las mismas que ellas tuvieron con sus madres y, a su vez, éstas con nuestras bisabuelas. Hasta que con el paso de los años, nos vamos dando cuenta de que, en realidad, era terriblemente difícil hacer lo que ellas hicieron. Y acabaremos dándoles la razón y, en muchas ocasiones, repitiendo palabras a nuestros hijos que un día ellas nos dijeron a nosotros.

Incluso cuando no resultaron ser nuestro modelo a seguir, son nuestra primera referencia, el punto de partida para entender la realidad, y no podemos olvidar nunca el valor que supone decir «sí» a la vida. Todas y cada una de ellas lo hicieron lo mejor que supieron o pudieron. Pero lo hicieron. Y éso, sólo eso, ya se merece nuestro reconocimiento.

Una madre es esa persona que nos hace creer durante muchos años (y algunas durante una vida entera) que el cansancio no existe. Que la ropa se lava sola y se plancha mientras dormimos. Que una casa marcha con facilidad. Que las cuentas siempre salen a fin de mes. Que todo es divertido.

Y sí, ahora y cada vez más me doy cuenta de que todo eso era un poco mentira. Porque a pesar de su condición de superheroínas, son humanas. Y lloran a escondidas. Siguen preocupándose después de decirnos que todo va bien y, aunque parezca que no, se cansan. Tienen un límite.

Por eso, hoy quiero darles las gracias por hacernos creer que todo se puede y que nosotros podemos con todo.

Gracias por proteger con vuestra propia vida nuestro derecho a apuntar con el dedo al cielo. Por cuidar de nuestro derecho a soñar y por pelear nuestros sueños con nosotros. Nadie sabe de lo que es capaz hasta que tu madre te dice que tú sí puedes. Y vas y lo haces. Porque ella confía en ti.

Gracias por cedernos los mejores años de vuestra vida. Por hipotecar vuestro nombre y vuestro tiempo al nuestro. Por levantarnos cuando nos caemos. Por amar sin condiciones (digáis lo que digáis cuando os enfadáis). Por combatir nuestros defectos y por esconder y superar los vuestros. Por ser ingenieras, médicas, psicólogas, maestras, abogadas, camareras, taxistas, directoras, limpiadoras, jornaleras, ejecutivas, chocolateras, veterinarias, empresarias o periodistas (aunque sólo tengan oficialmente reconocido por el Estado uno de estos oficios).

Por todo lo que hacéis y por todo aquello a lo que renunciáis para que nosotros seamos. Por reservaros vuestros miedos para que nosotros tengamos sólo y exclusivamente los nuestros. Por hacer fácil lo difícil. Por desenredar nuestra maraña de pensamientos y por traducir nuestros gestos cuando aún no sabemos bien qué significan. Por conocernos tan bien, aunque nos cueste reconocerlo.

Y, hablando de reconocer, yo tengo que admitir que llevabas razón, mamá: «nunca nadie da duros por pesetas», «el que la sigue, la consigue» y «lo que no quieras para tí, no se lo hagas a los demás». Sí, que sí. Ahora sé que hay muchas personas que no me convenían, muchas cosas que pude hacer diferente y muchos disgustos que te pude haber ahorrado.

Pero tú seguiste conmigo a pesar de mis errores, a pesar de la vida.

Y por eso,

GRACIAS HOY, MAÑANA Y TODOS LOS DÍAS.

– FELIZ DÍA DE LA MADRE-

Mamá y yo

Mamá y yo, 1992.

Estándar

Cincuenta sombras de las oposiciones

image

Hay un chiste sobre dos amigos que se encuentran por la calle que me gusta mucho. Dice uno: «oye, ¡me he enterado de que te has casado!» Y el otro responde: «no, a ti te lo han contado. ¡El que se ha enterado he sido yo!».

Pues eso mismo me está pasando con las oposiciones.

A mí me dijeron que para preparar las oposiciones necesitaría estudiar mucho y tener una fuerza de voluntad a prueba de bombas, que es verdad, pero no solamente. Alguno que otro puede ser que mencionara lo de salir «menos», eso sí, muy por encima y como el que no quiere la cosa. Pero a mí no se me dijeron un montón de cosas que me habría gustado saber el día en que decidí empezar esta aventura. Al margen, por supuesto, de todos los que directamente consideran que no merece la pena pasar por un calvario como éste  e intentan hacértelo creer a tí también.

Yo no sé aún si merecerá la pena, pero sí sé que para ir a donde quiero ir, necesito pasar por aquí.

A mí nadie me dijo que tendría que convertir la buhardilla en un bunker y mi escritorio en un improvisado pero respetable altarcito. Ni que yo llegaría a depender del reloj como del aire que respiro (aunque tengo que decir que he llegado a un dominio de la luz solar impensable: ahora sé la hora que es con sólo mirar la pared de la casa de enfrente.Y eso es muy positivo, porque así no pierdo tiempo en mirar el reloj y tengo más tiempo para seguir corriendo). Ah, y eso. A mí nadie me dijo que tendría que ir siempre corriendo, aunque no estuviera estudiando. Gran detalle ése que se me omitió.

A mí sólo me hablaron de estudiar. Y claro, eso sí lo sabía hacer. Aunque luego me di cuenta de que tampoco.

Yo intuía que las oposiciones serían una caja de sorpresas, pero no la mismísima caja de Pandora. Por eso la destapé con tanto de lo que yo creía alegría y ahora sé que era, más bien, inconsciencia.

Y puede que sean cosas tontas, pero a mí nadie me advirtió de que necesitaría hipotecar mi vida entera para poder pagar todos los rotuladores que iba a necesitar. Ni a mi padre, que dice que parece que me los como. Y en cierto modo, a veces, por increíble que parezca, pasa. Con los temas que hace tiempo que no miro. ¿De verdad que yo subrayé eso?

A mí me insistieron mucho, tanto en el cole como en la universidad, en que había que escribir sin faltas. Y allá que fui yo y me lo tomé en serio. Pero no los culpo, desde luego. Cómo iban a saber ellos que mi futuro profesional iba a depender de un examen estrictamente oral. Tanta caligrafía pa ná. Y lo mismo me pasó con el dichoso sentido común que había que demostrar en todas las facetas de la vida. Si es que yo lo sabía, que al final a nadie le iba a interesar eso. Pero en fin, cosas que pasan.

A mí nadie me dijo que si quería ser juez o fiscal tendría que incorporar a mi vocabulario, como si de algo normal se tratara, palabras como: escotillas, producto semiconductor, acceso inteligible, proditoria, imprecativa, obtención vegetal, ganzúas, radiaciones ionizantes  o folletos de emisión. Ni que tendría que ser un poco arquitecta, oradora e ingeniera. A mí me dijeron que con hacer Derecho bastaba. Y yo me lo volví a creer, porque total, yo siempre había pensado que a nadie molestaría un regalo y ahora resulta que, dependiendo de a quien se lo hagas, puede ser un delito. Por muy buena intención que lleve uno. Qué fuerte. Y claro, todo eso va calando y la final se mezcla de tal manera en el subconsciente que acabo hablando igual con el preparador que con mis amigas. Pobrecitas.

Yo era de los que creían que las disposiciones finales eran una leyenda urbana (pero no, doy fe de que existen). ¡Y cómo iba a pensar que si me encontraba algo por la calle tendría que llevárselo inmediatamente al Alcalde! Se nota que ciertos cuerpos legislativos tienen ya sus años y que por aquel entonces no estaba de moda lo de las bolsas de basura o las tarjetas de colores.

A mí nadie me dijo que tendría que desaprenderlo todo para volverlo a aprender. Ni que necesitaría a mis padres a los veinticinco más que a los cinco. Ni que me volvería un ser extremadamente maniático. Ni que cinco minutos podrían marcar la diferencia.

Lo bueno de todo esto es que, efectivamente, no tenía ni idea de donde me metía. Es verdad aquello de que la ignorancia es la madre del atrevimiento. Porque de haberlo sabido, la decisión puede, aunque no lo creo, que hubiera sido otra. Y si hubiera sido otra me habría perdido esta increíble experiencia. Sí, increíble. Porque si hubiera decidido otra cosa, tampoco sabría cuáles son las personas con las que puedo contar incondicionalmente, aunque pasen meses o años sin vernos. Las oposiciones son un cursillo rápido para ver quién te quería y quien te ha estado utilizando todos estos años.

Y si no hubiera tenido que hacer lo que estoy haciendo, probablemente nunca habría tenido la oportunidad de valorar cuánto quiero lo que quiero. Con lo importante que es eso. Porque todo el mundo está bien cuando está bien. Pero qué difícil es tirar palante con el viento en contra.

Lo que empezó siendo una locura acabará siendo la razón para seguir probando mis límites. Si lo hice una vez, puedo hacerlo otra.

Porque si hubiera decidido no opositar, puede que me hubiera ahorrado mucho sufrimiento, pero nunca podría optar por todo lo que le sigue.

Eso sí, si algún día alguien se interesa por la oposición, le diré un par de cosas que a mí nunca me dijeron:
que sea feliz siempre y que no deje de intentarlo nunca.

Estándar

Especial 14 de Febrero: San Valentín no disparaba flechas

hoteles-San-Valentin

SAN VALENTÍN.

Día de los enamorados.

 Y del amor.

Y de todos los que creen en él, aunque no tengan pareja. De hecho, los hay que la tienen y se encuentran solos. Porque no todos los que se dan la mano saben por qué lo hacen, ni todos los que están juntos se sienten cerca realmente.

Día también de los que celebran que, por fin, no están con alguien. Que no es poco.

Y, cómo no, de los que no hacen sino festejar, un día más, que quieren a sus parejas. Reitero, un día más. No el único.


Algunos tachan esta fecha de materialista, de invención de El Corte Inglés y de paradigma del consumismo. Y yo no lo niego. Pero, hablando con propiedad, la cosa viene de mucho antes. San Valentín fue un sacerdote romano que celebraba matrimonios en contra de la prohibición establecida por el emperador Claudio II. Y es un día que se celebra en muchos países del mundo, aunque la idea de que empezara a celebrarse en el nuestro fuera, sí, de Galerías Preciados. Además, si hay un día en el calendario para poder ir por la calle con globos y peluches sin que nadie se extrañe demasiado, como comprenderéis, yo no lo puedo dejar pasar.

Sin embargo, es curioso que nos rebelemos contra todo lo que tiene forma de corazón (es inofensivo, lo prometo) y no contra lo que hacen esos políticos que, al parecer, se han propuesto acabar con cada una de las libertades que tanto trabajo les costó conseguir a nuestros padres y abuelos. Y, de paso, con las arcas públicas. Ni contra los que nos engañan o se aprovechan de las circunstancias en que ellos mismos nos colocan con sus brillantes ideas día tras día para, después, obligarnos a correr en la dirección que a ellos les interesa. Muchos de los cuales, conviene resaltar, tienen nuestros votos. Aunque luego nadie se responsabilice de ellos.

Nos rebelamos contra un día en que, sea como fuere, mucha gente aprovecha para dibujar una sonrisa en la cara de aquellos a quienes quiere (no sólo parejas, sino amigos, familiares, compañeros, «nos-estamos-conociendo» y todo tipo de categorías intermedias entre unos y otros), pero permanecemos ajenos a la emigración que ya hacíamos enterrada en nuestro pasado y que ahora vuelve a instalarse como «lo normal» entre nuestros jóvenes; a la inmigración de aquellos a los que sólo les queda por perder su propia vida y, a pesar de ello, no dudan en arriesgarla con tal de alcanzar unas condiciones dignas; a la contaminación que emborrona nuestros cielos y desdibuja nuestras aguas, y a la necesidad de conservar esta gran casa a la que llamamos «planeta».

Eso sí, San Valentín fuera.


Por todo esto, me da realmente igual el motivo por el que la gente se bese, envíe postales o regale flores un 14 de febrero. Lo importante es que lo sientan, y cualquier día del año. Porque estamos muy faltos de amor verdadero. De amor hacia los demás, pero también de amor hacia nosotros mismos. Hacia lo que somos, lo que hemos conseguido a lo largo de nuestra vida y, vida tras vida, a través de la historia. Hacia lo que conquistaremos. Hacia nuestros sueños, canciones, recuerdos, anhelos y pasiones. Porque todo eso es lo que hace grande a las personas, y todas unidas, a las civilizaciones. “Sólo el que ama tiene historia”, leí una vez. Y qué razón llevaba el que lo dijera.


Me pregunto por qué pasará entonces a la historia este momento en el que vivimos. Y francamente, no creo que sea porque celebrábamos San Valentín los 14 de febrero. En todo caso, seremos aquellos que sólo lo celebrábamos una vez al año. Y los que los 364 días restantes nos dedicábamos a no celebrar nada y a no buscar motivos que celebrar. Aunque San Valentín sea una porquería. Porque, así visto, todo lo es.

Es la ilusión lo que hace que los días sean especiales, no el nombre que les pongamos. No hay planes perfectos, sino personas perfectas para compartirlos.

Ojalá hubiera miles de San Valentín al año, y entonces desaparecería toda esta parafernalia.

Porque el amor ya no sería una excusa, sino la causa.

Ya no sería una excepción, sino la regla.

¡¡FELIZ SAN VALENTÍN A TODOS!!

Estándar

Tonterías, las justas

stoy-malita

Hay muchas cosas a las que una persona que prepara oposiciones no tiene derecho mientras dure su aventura, aunque lo diga la mismísima Constitución. Entre ellas y por ejemplo, el de caer enferma.

Qué lejos queda aquello de encontrarse mal y echarse un rato en el sofá hasta que se pasara. O lo de llorar a moco tendido cuando había ganas. Pero claro, entonces tenía tiempo y ahora tengo temas. Entonces podía permitirme que se me hincharan los ojos y ahora, si se me hinchan, tengo que continuar por donde iba y, encima, con los ojos hinchados. Así que mejor guardar la calma y que no panda el cúnico.

Un opositor tampoco puede permitirse tener una mala tarde, ni que le siente mal un comentario ni, mucho menos, preocuparse por algo. Porque ni se puede parar, ni se puede «rayar”, ni se puede sentar y esperar a que se le pase. Es más, más vale que evite con soltura todo este tipo de situaciones porque al final suele haber, como premio, una buena reprimenda del preparador. Que para eso está, por otro lado. Aunque bien pensado, ni falta que hace. Porque ya se fustiga él solito imaginándose todo tipo de calamidades y desgracias si no llega al número de temas previsto. ¡El mundo se pararía! (como mínimo).

Es paradójico. Antes me quejaba por cosas que ahora me producen risa, y desde que oposito, aunque las razones para quejarme han pasado a ser de verdadero peso, ya no tengo derecho a decirlas muy alto. Algo así como lo que le pasó a Pedro con el lobo. Porque dicen que yo elegí estar donde estoy. Cierto. Pero yo no sabía que estar donde estoy sería como es. Eso también es verdad. Aunque se ve que no es tan fácil de comprender como parece.

Un buen opositor no puede ponerse malo. Tonterías, las justas. ¿Qué dónde lo pone? Pues no sé el sitio exacto, pero se ve que es una especie de mutación que sufren tales individuos en su ADN los primeros meses, porque todos, al cabo de un tiempo, acaban entrando en pánico cuando ven que alguien de casa empieza a tener algunas décimas de fiebre. ¡¿Y si se lo pegan?!

Es algo así como una maldición de la que sólo puede liberarse ganando el juego, a lo Mario Bros: saltando escalones kilométricos  y lanzando bolas de fuego a los que tratan de darse con nosotros en nuestra carrera hacia la cima. Lo importante es seguir ganando puntos, supongo. Y si pillas alguna vida, mejor que mejor. O, para los que son más de Tetris, lo suyo es encajar las piezas que vayan viniendo antes de que acabe el tiempo. Aquí pasa exactamente igual.

Lo bueno de todo esto (siempre lo hay) es que a base de pasar tantas horas conmigo misma estoy llegando al punto de poder predecir con bastante fiabilidad mis momentos de debilidad. Y eso no es una tontería. Porque haberlos haylos, y todo el mundo los tiene, pero no todos son conscientes de ellos.

Y ahí está la diferencia entre los que vencen y los que son vencidos.

Porque no hay mayor virtud que la de conocer los propios defectos.

Estándar

Yo soy yo y… mi hermana

hermana

En el mundo y a lo largo de la vida uno se cruza con muchas personas, pero sólo una me conocerá siempre mejor que yo a mí misma: mi hermana.

Llegó un poco tarde a nuestra cita en este mundo (¡¡seis años!!) pero como, total, no tenía mucho que hacer aún, la esperé. Eso sí, impaciente, porque no llegaba y yo la echaba terriblemente de menos. Y mereció la pena.

Como yo ya estaba en su vida cuando ella llegó, ella no sabe lo que es una vida sin mí. Pero yo sí sé lo que es una vida sin ella, y la verdad es que nada habría sido lo mismo.

Mi hermana es la persona que sabe cómo hacerme reír en los peores momentos. Que aunque parece algo sencillo, no lo es. Porque, primero, hay que saber cuáles son “los peores” y segundo, qué cosas son las que me harán reír sí o sí. Y eso sólo lo sabe quien me ha visto dormir y despertarme muchos días seguidos. Quien me ha visto jugar a ser mayor cuando era una niña y me recuerda cómo seguir siendo aquella niña aunque ya sea mayor.

Una hermana es esa persona chiquita que luego se hace tan grande que te faltan las palabras para describirla, aunque lo intentes. Porque todas las palabras resultarán diminutas en comparación al significado con que ella coloreó la vida.

Es una mejor amiga incombustible. La que seguro no se cansará de repetirte que eres la más mejor de todas. El alma que te falta algunos días. La pesada, la que te corretea por la casa cuando estás de mala leche porque a ella le apetece chincharte, simplemente. Pero también la que saca la cara por mí cuando ni yo misma lo haría. La que se siente aludida cuando pronuncian mi nombre. La que me ha llevado mil veces con sus amigas sin pensárselo dos veces. La que es capaz de llorar si me ve llorar a mí y la que no parará de llorar hasta que no lo haga yo.

Mi hermana es esa canción que sólo ella estaba escuchando también con papá aquella tarde. El punto de partida y de retorno. El lazo con mi pasado y la clave para mi futuro. La que fui y la que quiero ser.

Una hermana es la única persona que puede entender el enfado con tus padres sin que cambien sus sentimientos por ellos. La única con la que puedes hablar de todo con total libertad porque nunca te va a juzgar. La que se sabe la lista de tus ex mejor que tú y tiene planeado lo que le haría y diría a cada uno si se los volviera a encontrar. La única que ha aprendido más que tú de tus propios errores, aunque luego los haya cometido igual. La que sufre más que nadie con nuestros encontronazos.

Le debo tanto…

Una hermana es la propia conciencia. La voz de papá y mamá cuando ellos no están presentes. La que te recuerda aquello que a ti ya se te ha olvidado y hace que se te olvide lo que no debes recordar. La que te entretiene con cualquier cosa hasta cuando no debe. La que entra en mi sala de estudio para enseñarme un vídeo de perros y gatos para que me ría. La que me llama por teléfono para hablar conmigo mientras cada una llega a su sitio. Y la que se lava los dientes a los pies de mi cama.

Hay hermanas que son de sangre y otras que se ganan el título con el paso de los años. Hay hermanas mayores a las que hay que proteger y hermanas pequeñas que siempre serán tu protectora. Hermanas que son nuestra viva estampa y hermanas a las que no nos parecemos ni en el blanco de los ojos. Pero todas tienen algo en común: no saben negarse (aunque sea lo primero que hacen siempre).

Mi hermana es esa ladrona de guante blanco que siempre sabe recompensarme. Y también esa persona que, precisamente por lo que la quiero, sabe sacarme de mis casillas como ninguna otra. La persona cuyos problemas me aturden más que los míos propios. Aquella a la que le evitaría cualquier sufrimiento si pudiera cambiarme por ella. Mi protegida.

Ella es la compañera perfecta tanto en mitad de una discoteca como en una biblioteca. La única de la que me puedo fiar al cien por cien cuando le pregunto si me ve bien. La misma que nunca entra por esa puerta sin una chocolatina para mí.

Es mi hermana pequeña, pero lo más grande que tengo. La que llega antes de que la llame. La que me responde antes de que le pregunte.

A la que quiero por encima de todo.

GRACIAS, HERMANA.

333335_402620649784701_1019800093_o

* Dedicado a mi hermana Clara.

Estándar

Ese momento

Ese momento en que sólo me queda llorar. O abrir la ventana (para que me dé un poco el aire, quiero decir).

Ese momento en que ya he cambiado la mesa de posición para no ver más lo que tengo enfrente, o me he cambiado yo directamente de habitación. Me refiero a cuando me he puesto todos los cartelitos habidos y por haber para recordar por qué estoy donde estoy y, a pesar de tener sobre la mesa más colores que cuando estaba en parvulitos, sigo queriendo abrir la ventana (para que me de un poco el aire, he dicho).

Ese preciso instante en que si leo una palabra más, vomito. Pero si no, también. Cuando ya no puedo dormir pero si estoy despierta me la paso ausente, hasta que de repente veo la hora que es. A veces creo que alguien, en una realidad paralela, se lo debe estar pasando bastante bien conmigo. Porque si no, no me lo explico.

Después de hacer yoga, meditación y de haberle gastado a mi madre todas las cerillas «de urgencia» de la cocina encendiendo velas (dicen que eso relaja). Después de salir al patio, al balcón y a por pan. De haber puesto en alto las piernas, de haber contado hasta diez y de haber hecho ¡el mismísimo pino con las orejas!… sigo en el mismo sitio. Y al principio tiene hasta gracia, pero a medida que va pasando el día, deja de tenerla.

Ese momento en que no sé si tengo frío o me sobra todo lo que llevo encima. Si sentarme en la escalera o no subirla. Si ponerme los tapones en los oídos o ir a denunciar al vecino de la casa de arriba, que no para de hablar con quien sea. Qué manía tiene la gente con eso de hablar, por favor…

El mismo instante en que me digo que ya no vuelvo a tocar el móvil y no han pasado ni cinco minutos y ya lo tengo, por supuesto en contra de mi voluntad, en mi mano otra vez.  Porque ya no sé si es mejor sola o con alguien. Aunque sea al otro lado de esa fría pantallita. Yo me empeño en que sola, desde luego, pero estoy empezando a pensar que al final va a ser verdad lo de que el ser humano es un ser social por naturaleza. Y ya veremos en qué queda esto, entonces. Porque sería una pena que después de todo el esfuerzo realizado no pudiera ejercer por no estar en mis cabales…

Cuando ya he cambiado de tema, de artículo y de bolígrafo. Cuando me he estudiado lo del final al principio y lo del principio al final. Cuando ya no sé qué hacer conmigo.

¿Bailo una canción y sigo? ¿Me tomo una sopa? ¿Me aprendo tres palabras en ruso? ¿Saco a mi perro? ¿Me doy una ducha? ¿Ordeno el cajón? ¿Saco punta a los lápices aunque use portaminas? ¿Pongo la mesa para luego? Las posibilidades parecen infinitas. Sí, parecen. Porque siempre se acaban. Y cuando eso sucede, lo usual es que acabe con el lápiz en la mano, como las médiums cuando entran en trance y comienzan a hacer círculos sobre los papeles que les van poniendo por delante. Con la diferencia de que yo luego paso los círculos a letras.

Y a veces funciona. Pero otras no.

Ese momento en que creo que no puede pasarme nada más y siempre me equivoco. Cada vez estoy más convencida de que el tan famoso Murphy tuvo que ser opositor. O, como mínimo, estudiante. Lo que pasa es que nadie lo sabe.

Menos mal que, al final, siempre llega ese glorioso momento en que, por fin, descubro que ¡aún me queda una cosa por hacer y que no se me había ocurrido antes!

¡El remedio a todos mis males!

¡La que seguro funciona!

¡el no va más!:

PONERME-A-ESTUDIAR.

Feliz día de estudio.

A los que estudian, y a los que nos aguantáis.

Estándar

Lo que verdaderamente me trajeron los Reyes Magos

Día 6 de enero (07:00 a.m.)

Había sido una noche agotadora. Estaba demasiado nerviosa para conciliar el sueño. Además, en cualquier momento podía oír algo y no quería perdérmelo. De hecho, una vez escuché las pisadas de los camellos bajo la ventana, lo prometo.

Era una mezcla de alegría, euforia, ilusión y, por qué no decirlo, reparo. Después de todo, eran tres desconocidos forrados en pieles andurreando por mi casa. Por eso procuraba no levantarme ni al servicio: ¡vaya que se fueran!

Pero por muy largas que hubieran sido las horas, siempre acababa amaneciendo y yo levantándome con el primer rayito de sol. Recuerdo perfectamente apartarme el pelo despeinado de la cara para poder ponerme las zapatillas y abrocharme los botones de la bata con manos temblorosas. Las mismas que abrían el pomo de la puerta, lanzándome a un pasillo congelado y desde el que, a esa altura, sólo se podían ver unos pocos destellos que iban cobrando forma a medida que avanzaba por él.

Esos primeros segundos sola, en silencio, delante de los paquetes, son algo que recordaré toda mi vida.

El siguiente paso era despertar a todo el que hubiera en la casa. ¡Que supieran que los Reyes Magos habían venido!

Además (y esto vino perfecto para mi mente pre-jurista) siempre me dejaban alguna prueba de su paso por mi salón: copitas de anís a medio beber, el cuenco ya vacío del agua que había dejado para los camellos e incluso una carta. Ésta última fue la causa de que incluso llegara a pelearme con los niños en el cole, que trataban de desmontar mi realidad asegurándome que los Reyes no existían. Pero a mí no se me engaña tan fácilmente…

Con el paso de los años y después de preguntas cada vez más comprometidas, sentados en el mismo salón en el que tantos años los Reyes me habían ido dejado sus regalos, mis padres tuvieron que contarme la verdad. Pero ésta no fue «los Reyes no existen», sino «los Reyes son la magia que vive dentro de tí y existirán siempre que tú elijas sentirlo».

Y qué diferencia de una a otra cosa. Fue la vida respecto a la muerte. El punto de partida en vez del punto y final.

Así, al contrario que un desengaño (aunque nadie pudo evitarme el pechón de llorar), con el tiempo comprendí que aquel momento fue la catapulta para todos los logros que vendrían después. No sólo no dejé de ser la niña que se ilusiona cada noche de 5 de enero sino que, además, aprendí a conservar la ilusión para los que vinieron detrás, como mi hermana. Con más o menos regalos.

No existe una realidad predeterminada, sino que, a menudo, depende de cómo decidimos ver lo que está ante nuestros ojos. No hay realidad más verdadera que la de aquel que decide creer en ella.

Por eso, a partir de entonces, los Reyes han continuado trayéndome ilusión. Y este año, a pesar de la Navidad tan complicada que se nos ha presentado en casa, han vuelto a hacerlo. O, según como se mire, los hemos dejado volver a entrar.

Este año me han traído la oportunidad de valorar la familia tan maravillosa a la que pertenezco (un equipo de primera), las amigas tan geniales que tengo y que no me han dejado sola ni un segundo y el novio tan espectacular que me acompaña en este camino y que ha hecho lo imposible por arrancarme una sonrisa en todo momento y en cualquier lugar. Y, por supuesto, como no podía ser de otra manera y espero que nunca cambie… chuches, muchas chuches.

Que quede clara una cosa: los Reyes existen.

Pero para eso hay que creer en ellos, como sucede con los sueños.

Los niños no son unos ingenuos sino unos soñadores.

Y sólo el que sueña sabe hacia dónde tiene que dirigir sus pasos.

Yo creo en los Reyes Magos y lo seguiré haciendo hasta que llegue mi hora.

Porque…

dame una razón y te daré una explicación.

Pero…

dame una ilusión y moveré el mundo.

FELIZ DÍA DE REYES

Mi abuelo Pepe y yo, en la cabalgata de 1989.

Mi hermana Clara y yo, tal día como hoy en 1998.

Mi hermana Clara y yo, tal día como hoy en 1998.

Mi madre y yo. Navidad 1994.

Mi madre y yo. Navidad 1994.

Estándar

Por cierto, te quiero.

Son muchas las veces que he escuchado en mi vida eso de que las palabras se las lleva el viento. Sin embargo, hay dos en concreto que se repiten a través de las generaciones, y que, juntas, tienen un poder que muchos desconocen. Es algo así como una fórmula mágica, un antídoto para todo tipo de veneno. Se dice que nunca nadie quedó indiferente después de escucharlas y que es lo primero que te viene a la cabeza sobre ciertas personas cuando nos encontramos en situaciones límite. Me refiero a: te y quiero.

0a956-tequiero

Al principio, cuando somos niños, tendemos a asociarlas a sensaciones placenteras y, por consiguiente, se convierten en lo más grande que podemos decir a alguien. Después, vamos creciendo y descubrimos que hay personas que, aunque dicen querernos, no lo hacen realmente y así nos hacen dudar de su verdadero significado. La verdad inamovible pasa entonces a ser un castillo de naipes. Una especie de broche de oro que a veces nos colgamos en la solapa para que todo brille y luzca mejor, y que nos acostumbramos a llevar encima o a ver puesto en otros sin más. Y, como es de esperar, empieza a darnos miedo tanto oírlas como decirlas.

Sin embargo, los años me ha enseñado que cuando todo pasa, es lo que verdaderamente queda. No, no me refiero a las palabras, sino a las veces que fuimos capaces de hacer saber a las personas que queríamos que las queríamos.

En el día a día tenemos la mala costumbre de dar por hecho que «se sabe». O de que no es el momento. De lo primero tiene la culpa una ensordecedora rutina que nos lleva de un lado a otro como el viento empuja a su antojo las hojas caídas de los árboles. De lo segundo, ciertas películas y novelas, que se han encargado de anudar a estas dos palabras un montón de rojo, de velas, de solemnidad, de lujo y locura, hasta el punto de hacernos creer que lo que sentimos diariamente o no es para tanto o está fuera de lugar decirlo.

Es cierto que se trata sólo de palabras y que sin hechos que las corroboren, no sirven de nada. Pero también es cierto que hay una tendencia generalizada a subestimar su valor. Si tan poca cosa son realmente, ¿por qué nos cuesta tanto pronunciarlas?

Dicen que están perdiendo su valor porque las usamos demasiado. Hasta hay canciones que aseguran que el sentimiento que las provoca se rompe de tanto usarlo. ¿Será esto verídico? Porque yo veo que la gente continúa usando muchas palabras con bastante frecuencia, y aparte de no perder su significado, nadie exige una prueba de que aquello realmente sea lo que dice que es. Sería ridículo dejar de decir la palabra  «sol» sólo porque sale todos los días, porque es precisamente a él a quien debemos la vida y así va a seguir siendo aunque no lo digamos. Algo parecido ocurre con el «te quiero».

Lo que sucede es que a veces es complicado distinguir cuándo nos hallamos ante una verdadera muestra de cariño o ante un arma de destrucción masiva. Detrás de un “te quiero” no siempre hay buenas intenciones. En ocasiones el verdadero fin reside en conseguir, ocultar o reforzar algo e incluso en utilizar, manejar, controlar, chantajear o hacer daño a alguien. Por eso, ante un primer “te quiero” todo nuestro cuerpo entra en estado de total alarma. Se nos abren los ojos de par en par, nos ponemos rígidos y se nos olvida hasta lo que estábamos diciendo. Nunca estamos lo suficientemente preparados para escucharlo y no querer saltar de alegría. Lo malo es cuando nos inmunizamos y ya no produce ni placer ni dolor. Y a ello contribuye habernos cruzado muchas veces con personas que no eran conscientes de la verdadera importancia de estas dos palabrillas.

Otros opinan que no es algo que podamos decir a la ligera. Que para decir «te quiero» hay que esperar un tiempo prudencial. Y aquí solemos caer en situaciones tan ridículas como ponerle una fecha de inicio a un sentimiento que nadie sabe cuándo empieza ni por qué acaba. Desde luego, el que lo descubra se forra.

Supongo que en el amor pasa como con los colores: a todos nos han enseñado que el rojo es rojo pero no está demostrado que todos veamos el mismo color ardiente y cálido. Y aquí vienen las confusiones.

Entonces, ¿qué es lo difícil, decir te quiero o querer de verdad? Es más, ¿es posible lo segundo sin lo primero?

Además, hay miles de formas de decirlo y todas son tremendamente económicas: en el ascensor, por el balcón, en la cama o en la mesa. Por la mañana,  por la tarde o por la noche. A voces o susurrando. A las amigas, a los amigos, a la familia, a la pareja. Con dos letras o con ocho. Con “Q” o con “K”. Riéndonos o llorando. En inglés, en ruso o en japonés.

Entonces ¿por qué cuesta tanto?

Querer es de valientes. El que quiere de verdad se lo juega todo a una carta y asume el dolor que va implícito en el riesgo (porque querer de verdad, duele). Por tanto, decir “te quiero” implica quedar totalmente expuestos, desnudos y frágiles ante la otra persona. Implica responsabilidad y es algo serio. Pero, a la vez, fácil. Mucho más de lo que nos imaginamos. Porque una vez que nos deshacemos del miedo a no ser correspondidos y nos atrevemos a decirlo, más que atarnos, nos libera y multiplica nuestra grandeza como personas.

Mi deseo para el nuevo año que empieza es el de ser capaces de decir «te quiero» cuando lo sintamos. Sin tapujos. Nos pille donde nos pille. Que no quede más remedio que decirlo. Hacer que los sentimientos buenos sean irrefrenables e incontenibles. Que se oiga, se sepa y se contagie.

Porque ya hay demasiadas cosas malas que recorren el mundo de un lado a otro a velocidad de la luz, buscando dónde posarse. Porque las cosas buenas también hay que decirlas, aunque se sepan, para que no se olviden. Porque nos creemos eternos e indestructibles pero, en realidad, tan sólo somos el tiempo que tenemos.

La grandeza de las personas se mide por las veces que han escuchado en su vida que se las quiere, y por las veces que han sido capaces de decirlo ellas cuando lo sentían. 

Por cierto, os quiero mucho, familia. Y a vosotros, mis amigos. Y a tí, mi vida.

Estándar

Carta a los Reyes Magos 2014

Queridos Reyes Magos:

Hace muchos años que no les escribo una carta. De las de verdad, digo. De esas que solía redactar cuidadosamente y que metía en un sobre con el total convencimiento de que Ustedes, al recibirla, iban a ponerse manos a la obra para hacer mis sueños realidad.

Y llevo tanto tiempo sin hacerlo porque me he dado cuenta de que para poder escribirles necesitaba tener varias cosas en las que, durante muchos años, no he reparado: urgencia de sueños por cumplir, fe ciega e ilusión.

Pensaba que sólo los niños podían dar este perfil, y por tanto, que sólo ellos estaban legitimados para ponerse en contacto con Sus Majestades. Por eso, quizá, dejé de escribirles. Lo alucinante es que he tenido que cumplir veinticinco años para descubrir que justo por eso dejaron de traerme lo que yo deseaba.

A día de hoy, como tantas personas que salen de su casa todas las mañanas a batirse el cobre para mantener a su familia, que se pasan el día echando curriculums en cientos de empresas, que estudian con la ilusión de pasar su vida haciendo lo que les gusta, yo, como opositora, creo que este año vuelvo a tener derecho a escribir una carta.

A ver. He sido buena, y he obedecido a mis padres y a mi preparador. He hecho los deberes cada día, y aunque algunas veces no iban bien del todo, los he presentado y esperado paciente la correspondiente regañina.

Pero también tengo que advertir a Sus Majestades de que me merezco un poco de carbón (si ellos lo ven conveniente). Porque no he prestado apenas atención a mis amigos, ni a mis padres, ni a mi novio. Sobre todo, he estado estudiando. Además, me he dedicado a recordarles con bastante frecuencia lo amargante que era mi vida, olvidando que ellos también tienen problemas y que, al menos, los míos, los he elegido yo. Se me ha ido de la cabeza mil veces sacar la basura o he alegado estar en pijama y estudiando para no poder ir a determinados sitios cuando en realidad no estaba haciendo nada realmente relevante delante del libro. A veces, también se me ha pasado por alto sonreír en la mañana y saludar a todo el que me encontraba por las escaleras, aunque fueran las siete. Y lo peor de todo: me he llegado a acostumbrar a tener tanta suerte en algunas cosas, que he tomado la manía de sólo quejarme por las cosas malas o que me faltan, desdeñando el resto y que hacen posible lo demás.

Ahora que lo pienso, “buena” lo que se dice “buena”, no he sido. Porque a veces me he olvidado hasta de mí misma.

Aún así, creo que me merezco lo que les pido (si mal no recuerdo, también había que justificar el pedido) porque no he desistido de lo que prometí a todas las personas que me quieren (aunque algunas ya no estén en este mundo) y a mí misma: cumplir mi sueño. Mi palabra sigue en pie.

Y también hay muchas personas que este año, más que nunca y aunque ni siquiera lleguen a enviarles sus cartas, se merecen que sus sueños se hagan realidad. Porque de verdad les digo que no piden tanto. Piden incluso menos de lo que se merecen. Y ellos se han portado incluso mejor que yo, porque han estado haciendo los deberes de todos los que hicieron mal los suyos.

En caso de que no pudieran atender las peticiones de todos (y aquí va mi primer deseo) les ruego que tomen en cuenta, primero y sobre todo, las de ellos.

Por mi parte, me gustaría que me trajeran ganas. Ya sé que es lo más demandado en estas fechas y que las hay de muchas clases, pero yo sólo las necesito de las que son para seguir.

También necesitaría un poco de paciencia. Me consta que también es un bien escaso y que los que han sido malos han malgastado mucha de la que había para repartir, pero yo la necesito. No tiene que ser mucha ni de una vez, basta con un abrazo de mi madre, mi padre, mi hermana o mi novio, cuando me vean al límite. Y si pudiera ser también algún halago del preparador, mejor que mejor.

También estaría muy agradecida si me pudieran traer un poco de serenidad, concentración y persistencia. Esto último, todo junto y revuelto, por favor. Ya sé que me lo hicieron llegar el año pasado sin ni siquiera pedírselo, pero es que me ha venido muy escaso para todo el año. Pero si no pueden, no pasa nada. Me conformo con las ganas.

Y por último, me gustaría pedir chocolate. Sí, entiendo que no es nada del otro mundo. Pero es que no he vuelto a probar otro más rico que el que me traían Ustedes justo antes de que dejara de escribirles.

Les deseo un muy buen viaje, y como siempre, sepan que les he dejado agua justo debajo de la ventana (por si tienen sed los camellos) y tres copitas por si quieren servirse anís (que la noche estará muy fría).

Espero que puedan perdonar a toda la gente que, como yo, hemos dejado alguna vez de escribirles nuestras cartas. En cambio, les prometo que a partir de ahora les escribiré cada año, y no sólo para pedirles cosas, sino para mantenerles informados de en qué menesteres he invertido todo aquello que me trajeron.

Atentamente,

Marta.

Estándar

En tierra de nadie

recuerdos_de_infancia-1024x640

Es difícil no volverse loca cuando lo único que tienes durante un día detrás de otro es una batalla abierta con el presente. Y recuerdos. Y sueños.

Recuerdos de hace mucho y cada vez más tiempo y sueños que, por el momento, no se cumplen.

Actualmente, cuando alguien se interesa por mi vida: o hablo de oposiciones o hablo del pasado o hablo del futuro. Pero me falta esa parte esencial para toda persona que es mi presente. El mismo que me estoy dejando contra el escritorio y bajo la luz del flexo. Aunque esto también es aplicable a cualquier otro objetivo en el que estemos trabajando duro para conseguirlo.

Por eso a veces tengo la sensación de ser como una máquina del tiempo, que viaja hacia atrás y hacia delante continuamente.

image(18)

Hay muchos olores, palabras o sensaciones que últimamente me arrastran, de repente, hasta otro momento de mi vida: cuando era niña y jugaba en el desván de mi abuela, las mañanas de la mano de mi padre por la calle, los primeros días de universidad o lo mucho que me agobiaba por lo que ahora me da risa. Y yo me pregunto ¿por qué?

Porque todos y cada uno de los momentos que han precedido a este justo instante han hecho que yo sea como soy, y no de otro modo. Y porque aquellos fueron los días en los que podía ser yo. La “yo” de verdad, la “yo” en acción. Y no la “yo” en eterna potencia…

Es tanto tiempo ya así (y sobre todo, a partir de que comienzas a contarlo en años) que empiezas a confundir lo que realmente eres con las circunstancias en que estás inmerso. Y a creer que has cambiado, que quizá ya no te gustan las mismas cosas o que ya no se te da bien aquello en lo que antes destacabas. Te has ido dejando tan en un segundo plano que cuando quieres caer en la cuenta, estás en tierra de nadie: ya no eres lo que eras, pero tampoco lo que quieres ser. ¿Y entonces qué?

Al mismo tiempo y en mitad de tanta paranoia (“¿y si al final esto no sirve de nada?”, “¿me estaré equivocando?”, “¿cuánto tiempo me quedará así?”) también me pongo a pensar que gracias a esta aventura he aprendido a valorar los pequeños detalles. O a darle la importancia que de verdad tienen: una ducha caliente, un rato sin reloj, la brisa en la cara o una pompa de jabón.

detalles9

Ahora, cuando voy por la calle, me siento una india en París: todo me parece nuevo. Y no lo es, pero como si lo fuera.

Ahora me fijo en la cara de la gente con la que me cruzo y me pregunto qué les hará reír o qué les tendrá preocupados. Me hacen gracia los perritos que van pisándoles los talones a sus dueños y reparo en las luces que alumbran las calles ya navideñas como si nunca hubiera visto algo parecido. Es, en definitiva, lo que suele pasar cuando dejamos de tener algo: que empezamos a valorarlo.

Pero, por otro lado, estoy tan metida en mi rutina y tan acomodada a ella (que no cómoda) que el pensar en una ruptura radical también me sobrecoge. Creo que me está pasando factura una especie de Síndrome de Estocolmo, pero con las oposiciones. Ya verás tú, al final no me voy a querer ir.

Y esto es así porque como necesitas que nada te afecte para poder darlo todo todos los días (pase lo que pase), no sólo aprendes a aislarte, sino a hacerte con el control de las situaciones. Si sé que alguien llega a casa a tal hora y que se arma jaleo, yo procuro que llegada esa hora yo ya haya hecho lo que tenía que hacer y así no me entorpezca demasiado. O cualquier otra cosa que queramos evitar. Y ello nos lleva a tener una falsa sensación de control y predicción sobre lo que acontece que, el día que todo esto se acabe, se acabará también.

Porque lo que ahora identificamos con rutina, en el fondo, nos da la estabilidad que necesitamos. Pero la vida no es previsible, y eso es lo que la hace tan especial. Aunque a nosotros no nos esté permitido, por ahora, improvisar.

images

Dicen que la rutina lo mata todo, pero nunca me había planteado si eso era también aplicable a la relación de uno consigo mismo.

Supongo que depende del tipo de rutina, pero en ésta mía, en la que sólo te está permitido asumir conceptos, creo que, en parte, sí. Es típico eso de llegar al bar de la estación y que los que saben a qué me dedico me tengan “guardadas” un par de preguntas de actualidad sobre Derecho. Y también es muy típico que yo me acabe enterando de lo que ha sucedido en la semana en ese mismo momento, porque yo sé que debería estar muy al loro de todo, pero cuando digo que estudio todo el día no bromeo.Todo es todo. Ahora viene la segunda parte: improvisar una respuesta (porque es más fácil eso que tratar de que entiendan lo que acabo de decir). Y ahí me doy cuenta de que, en realidad, muchas veces me cuesta encontrar una opinión verdaderamente personal acerca de muchas cosas sobre las que estudio. ¡Yo me entreno justo para todo lo contrario! Para recitar de carrerilla lo que opinan los demás.

Tú no hables, no pienses, no nada. Tú estudia.

sueos1

Supongo que algún día saldré de este bucle infinito y que los domingos serán el último día de la semana y no el primero. Pero mientras tanto, me quedo con estos pequeños momentos y reflexiones que, de no estar haciendo lo que hago, tampoco habría podido experimentar.

Estoy convencida de que si hay algo que merece la pena probar en esta vida es la firmeza de las convicciones y la flexibilidad de los límites que cada uno se impone.

 Porque eso es lo único que puede darte un tipo de fuerza que muy pocos poseen:

la de aquel que es capaz de convivir con sus virtudes y con sus miserias hasta que venzan las primeras.

333

Estándar

La moda: ¿opción u obligación?

Hace poco leí por casualidad un artículo que me hizo reír mucho. Hablaba de las chicas a las que no les gusta ir de compras, los salones de belleza o, simplemente, pasar más de quince minutos delante de un espejo. Y la verdad es que me sentí muy identificada, porque yo siempre he sido de las que a veces se tienen que peinar por el camino o de las que se presentan con la camiseta del revés. De las que nunca se pintan los labios porque me parece súper incómodo o de aquellas para las que el peinado de fiesta es soltarse la coleta.

Sin embargo, no me gustó para nada el título que se le había dado a aquel conjunto de líneas, que lo convertía en un texto dirigido a las chicas que no cuidan su imagen. Porque yo claro que cuido mi apariencia. Lo único que pasa es que me gusta más hacer otras cosas.

Yo no prefiero ir «mal puesta» a los sitios, pero no creo que «ir bien» sea sinónimo de pasar mil horas arreglándome. Por supuesto, también voy a comprar ropa de vez en cuando (lo de ir sin ella aún no está demasiado bien visto), pero sólo cuando me hace falta y no cuando una revista decide que todo lo que tengo en mi armario ya no va a a gustar a la gente cuando salga a la calle. Me suelen abrumar mucho las tiendas, de hecho. Porque entro con una idea de lo que quiero y al final acabo por no saber ni lo que quiero, ni lo que necesito ni lo que me gusta. Además, me supone un esfuerzo tremendo tener que ver si esta prenda «pega» con aquella durante varias horas seguidas. Yo prefiero ir a comprar el pan y volver con un bolso (además de con el pan, quiero decir) porque pasaba por la puerta de esa tienda y me he enamorado de él. Pero así, cuando surge.

Ha habido momentos en mi vida en los que incluso he intentado ser más coqueta. Porque había una voz interna que me decía que dedicar tan poco tiempo a acicalarme era hasta falta de interés por la cita a la que pretendía acudir. Hasta que han ido pasando los años y me he dado cuenta de que no, de que yo puedo querer ver a alguien y elegir leerme las últimas páginas de un libro antes que pintarme las uñas.

83496541.jpg

Simplemente, yo no soy así. Hay cosas que me aburren y desesperan, y ya trae la vida demasiado de éstas como para, encima, buscarme yo más. Cada uno tiene que ser como quiera ser. Y punto.

Para mí, maquillarme significa disimular las ojeras y poco más, dependiendo del día. Nunca he llegado a comprender para qué sirven los mil y uno tamaños de brochas que ofertan las perfumerías. Y eso que yo pinto al óleo y entiendo de pinceles. Pero no de esos. Y menos aún, cómo se puede llegar a pagar tanto por ese tipo de artículos.

Pero oye, yo lo respeto, porque yo tengo debajo del escritorio una auténtica locura de post-its (toda clase de tamaños, colores y formas). Para gustos, los colores. Sólo digo que eso no va conmigo, no que esté mal.

Yo me pregunto: ¿tener que estar siempre divina es una decisión realmente propia? Yo, personalmente, lo dudo. Sí que es cierto que conozco personas que nacen con cierta predisposición a la estética, que disfrutan maquillándo(se) y que, además, se les da muy bien. Y eso es un arte. Pero hay otras que no lo hacen porque quieran, sino por lo que se espera de ellas. Y justo eso es lo que quiero reivindicar: el derecho de cada uno a ponerse y lucir lo que le dé la real gana.

Se ha luchado mucho para conseguir ciertos derechos y libertades como para que ahora vengan otros, que ni siquiera están legitimados para elaborar leyes, a imponernos las suyas. Hay que ser libre. Libre para pintarte como una mona (si te apetece) o para salir con la cara lavá y recién peiná, como decía Manolo Escobar.

Yo no critico a las chicas a las que les gusta la moda. Reivindico mi derecho a no seguirla y a no ser considerada por ello una mujer que no cuida su imagen.

A lo mejor estoy demasiado ocupada para hacerlo. Nadie sabe mis circunstancias ni yo tengo que intentar dejarlas a un lado a toda costa cada vez que pongo un pie en la calle. Puede que mis prioridades sean simplemente otras en ese momento. No me gusta tener que salir a la calle rezando por no encontrarme a nadie porque, encima de tener un día espantoso, no me ha dado tiempo a pintarme el rabillo del ojo.

Me encantan, eso sí, los colgantes. Tengo muchos. Pero siempre acabo llevando el mismo. ¿Lo mismo otra vez? Pues sí. ¿Qué pasa? ¿Que va a parecer que no tengo ropa? ¿Y a mí qué más me da lo que parezca?

Es decir, yo contemplo dos posibilidades: cuidar de mí misma de un modo o cuidar de mí misma de otro. Pero la sociedad parece que no. La sociedad distingue entre las que se cuidan y las que no, atribuyéndoles a las segundas la clásica etiqueta de «dejadas».

Yo valoro la naturalidad. Poder tocarme el pelo cuando quiera y besar y que me besen a cada instante, dar abrazos o achuchones, el contacto, la vida. Me gustan demasiado todas esas pequeñas-grandes cosas como para renunciar a ellas en pro a lucir mejor durante más horas seguidas.

Lo malo de tanto producto de belleza y de tanta tienda dedicada a ello es el que yo llamo «efecto rebote»: pasas de sentirte súper mega guapa a sentirte súper mega horrible cuando te lo quitas. Y nadie merece eso. Porque cada una es lo que es, y si no se quiere a sí misma como es ¿cómo pretendemos que nos quieran así los demás?

También en el plano sexual, por qué no decirlo. Hay muchísimas tiendas de lencería fina pero yo no he visto ninguna (aunque me consta que las hay) de lencería masculina. Al menos no existen en la misma proporción que las femeninas. Parece que ellos no tienen que adornarse para gustarnos más mientras que a nosotras nos incitan a arreglar cualquier encontronazo con nuestra pareja comprándonos «algo sexy». Y eso no debería ser así, porque no hay nada más sexy que una persona deseando pasar su tiempo, el que tiene, con otra. Sin más. Una mujer no necesita mil cosas para ser sexy porque ya lo es desde el día en que nació. Se trata de no olvidarlo.

Pero todo esto de arreglarse está bien, que conste.

Mientras no se convierta en un agobio.

Después de todo a nadie le va a importar más si llevas las uñas pintadas que una sonrisa en la cara.

Y si le importa, que le den.

Porque lo primero se compra, pero lo segundo hay que ganárselo.

CIMG5736

Estándar

¿Bailas?

images (6)

Últimamente siento que el tiempo se me escapa entre los dedos.

Que lo que sabía hacer, ahora casi no lo recuerdo.

Que lo que no he sabido hacer nunca, sigue estando en mi lista de «cosas pendientes».

Y probablemente no sea la única que se sienta así, porque creemos que vivimos cómodamente, mientras que, en realidad, gastamos nuestra energía en correr. Pura y llanamente. Correr para no perder el bus, correr para no llegar tarde, correr para acabar antes y correr para tener más tiempo. Y el tiempo, cuando llega, está tan mal acostumbrado que continúa corriendo. Para no perder el salto de yo qué sé qué.

9211597_xl

En medio de un té, y como ella no tiene problemas para adivinarme el pensamiento, mi madre se dirigió a mí y me dijo: «Marta, en la vida hay tiempo para todo».

Es cierto: una vida da para muchas cosas. 

Y aunque no sé exactamente para cuáles, sí sé que siempre son unas detrás de otras.

Nacer y morir (incluso varias veces). Equivocarse. Aprender y desaprender. Escribir un libro. Viajar. Enamorarse o quedarse en el intento. Caer y levantarse. Soñar despiertos y despertar a la vida. Destacar o ser invisible. Que todos te aplaudan o que nadie sepa dónde estás. Querer y ser queridos. Hacer y pedir favores. Llorar de alegría y de pena. Sonreír, reír y pegar carcajadas. Estar jodidos. Decir te quiero. Hacer lo que decimos. Decir lo que pensamos.

bailar_1-

Porque somos pequeños individuos destinados a cruzarnos (y, a veces, chocarnos) los unos con los otros en el camino durante un lapso de tiempo determinado. Y eso es todo lo que tenemos, todo lo que nos hace especiales respecto a las demás especies. Aunque a veces nos parezca poco y otras se nos haga largo. Así que hay que aprovecharlo.

Que no tengamos ahora lo que deseamos no significa que no vayamos a tenerlo nunca.

Significa que hay que esperar.

Pero no sentados.

Sentados sólo para volver a levantarnos.

flamenco

Y lo cierto es que hay tiempo.

Hay tiempo de arrepentirse, de retomar y de dejar ir. De mudarnos enteros, tanto de ciudad como de piel. De hacer lo que nunca hemos hecho. De querer hacer lo que antes no queríamos. De cambiar de opinión. De saltar.

Hay tiempo de rebelarse, de enfurecerse, de querer mandarlo todo al carajo. Y de mandarlo, irremediablemente.

Porque, a menudo, nos obcecamos con algo o alguien, sin darnos cuenta de que nada permanece como hace dos minutos. Todo cambia, por mucho que nos aferremos a ello. Y por esa misma regla de tres, lo que nos ocupa en este preciso instante no dice más de nosotros que lo que pasó hace diez años o lo que pasará dentro de veinte. Lo que hago ahora no define quién soy, define mi camino. Porque no hay camino que no empiece con un paso y acabe con otro.

De lo que sin embargo no hay tiempo, y no nos damos cuenta, es de desandar lo andado. De borrar las palabras dichas. De desconocer a las personas que conocimos. De volver a aquel lugar al que no fuimos. De no vivir aquello que vivimos.

Y es que hay cosas que se acaban. Quizá porque nunca debieron empezar, quizá porque tenían fecha de caducidad. Al igual que hay personas que no están destinadas a quedarse en nuestras vidas, sino a enseñarnos el valor de su partida, las cosas que no queremos ser ni tener o las cosas que tendremos que inventar para siempre cuando ellas ya no estén.

Por todo esto, me gusta pensar que

la vida es bailar nuestra propia canción entre un montón de gente que intenta bailar la suya. 

Y por eso yo bailo siempre y en todos sitios (al que no le guste, que no mire).

¿Bailas? 

Sin título-1

Estándar

Socorro: mi novi@ está opositando

images (5)La verdad es que, preparando una oposición y en lo que al amor respecta, nadie sabe lo que es mejor: si estar solo, o estar acompañado. Y si fuera mejor, la pregunta que sigue es: ¿mejor para quién?

El opositor que no tiene pareja echa de menos el apoyo de esa persona especial, que le mimen, tener a ese alguien a quien contarle las cosas y que le acompañe a lo largo de su trayectoria. En sus días buenos y sus días malos. Pero al opositor que tiene pareja, a veces ésta le queda grande. Porque es muy difícil dar el 100% en algo y seguir teniendo para otras cosas.

Y así llegamos a una figura completamente desconocida pero clave en cualquier oposición: la pareja del opositor.

5

Si hay algo todavía más difícil que estar estudiando una oposición, es estar con alguien que esté haciéndolo. Porque mientras que yo elegí hacer esto y es mi sueño, mi novio no creo que  soñara con tener una novia a la que no poder ver. O peor aún, con la que no poder ni hablar.

La mayoría de la gente piensa que una relación con alguien que oposita es una relación como cualquier otra en la que hay uno que estudia. Y la verdad es que eso es lo de menos. Estudiar, estudia cualquiera pero aguantar al que estudia, sólo unos pocos. Porque aquí no podemos vernos cuando queremos, ni siquiera cuando lo necesitamos, sino cuando toca. Ni se pueden hacer visitas sorpresa o escapadas de fin de semana. Es más, ni siquiera podemos hacerle un regalo en condiciones cuando es su cumpleaños, porque no hay tiempo de salir a comprarlo o de pensarlo.

La pareja del opositor es ese individuo igual o casi más incomprendido que el propio opositor. Porque del opositor todo el mundo se compadece y le reconocen el mérito (siempre hay excepciones), pero a la pareja del opositor ¿quién la entiende?

obsesion

Todo el mundo piensa que tener un novio o novia opositor es coser y cantar. Total, no le da mucho la vara y tiene tiempo para hacer todo lo que quiera. Excepto si lo que quiere hacer es contigo, que opositas.

Para salir con un opositor hay que demostrar ciertas cosas de tal grado importantes y básicas que, si superan con nosotros la oposición, se merecen, si no otro aprobado, un reconocimiento público por haber contribuido a nuestra labor. Por habernos dejado estudiar. Y por habernos recordado que aún teníamos ganas de reír o incluso de llorar cuando llegan los días en que eso pasa a ser secundario.

Se requiere tener mucha fé (en que esto no será siempre así), mucha paciencia (para sobrellevar los días más largos), muchas ganas (para poder contagiárnoslas cuando a nosotros nos faltan) y mucho, mucho amor. Porque una persona que es capaz de renunciar a tí para que tú llegues a donde quieres llegar es una persona que, realmente, te quiere.

Lo difícil de tener una relación en estas circunstancias es que mi cien por cien es un día a la semana. Así pues, mi mente, cuando llega el tan famoso día de descanso, desconecta de la oposición y sencillamente retoma la vida por donde se la dejó, con mi novio y con mi verdadera personalidad. Sin embargo, para los novios y las novias la semana ha tenido seis días más, y todos han estado repletos de cosas que no nos han podido contar al momento. Sino en los descansos. Y si no coincide, no se cuenta. Y termina por olvidarse.

images (2)Por lo que cuando (por fin) estamos juntos, gran parte del tiempo es actualizándonos y volviéndonos a enamorar uno del otro. Como en la peli Cincuenta primeras citas (no sé si la habréis visto pero os la súper recomiendo), en que ella tiene un accidente y pierde la memoria a largo plazo más allá de las veinticuatro horas, por lo que el chico siempre tiene el mismo tiempo para volverla a enamorar. Y así un día detrás de otro.50 PRIMERAS CITAS

La pareja del opositor está saliendo con una persona que, a veces, dista mucho de la que él eligió y que suele ser, además, la peor versión de sí misma. Porque estamos de mal humor, agobiados, cansados, sin novedad. Vamos, que somos la alegría de la huerta.

A menudo, mi novio suele bromear diciendo que yo lo engañé cuando empezamos a salir porque no le expliqué exactamente dónde se metía. Pero la cosa no es así del todo, porque, realmente, yo tampoco sabía dónde me metía. Ambos hemos ido conociendo este camino al mismo tiempo, y conociéndonos a nosotros mismos, como pareja y como personas individuales.

Porque la oposición te lleva hasta el límite, y no sólo en lo físico, sino en lo mental. Y en lo sentimental. Y en todo lo que te puedas imaginar. Es como ir con la muerte/temas en los talones cada día.

Yo no entiendo a la gente que dice que es mejor tener un novio o una novia durante el periodo de la oposición. Al menos si lo quieres realmente. Porque los opositores también sufrimos por no poder atender como nos gustaría a nuestras parejas. Por no poder estar siempre que nos necesitan. Por tener que renunciar a parte del tiempo que se nos ha dado para poder pasarlo con ellos. Y no es plato de buen gusto, os lo aseguro. Ni tan fácil como apretar un botón y ponerse a estudiar. El cuerpo humano no funciona así.

separados2ss

Ellos también nos echan de menos, y nos necesitan. Y sí, deben comprender que es nuestro sueño, pero eso no significa que deje de tener mérito lo que hacen por nosotros cada día. Porque es nuestro sueño, y no el suyo y, a pesar de eso, también ellos están con nosotros la tarde antes del preparador y el día en que vamos a dar los temas. Esperando a que les digamos si ha ido bien o mal. Esperando un veredicto acerca de algo que ellos no pueden controlar.

Image

En definitiva, es muy, muy complicado hacer feliz a otra persona cuando ni nosotros mismos sabemos a veces cómo enfocar la vida. Y lo peor de todo no es lo que he venido contando… sino el mogollón de días, meses y años en que ésto se prolonga en el tiempo.

Pero ahí están.

Y por eso hoy les dedico esta entrada.

Porque las cosas, aunque se sepan, hay que decirlas mucho. Para que no se olviden.

Y porque tengo un novio que vale su peso en oro y creo que se merece que todo el mundo sepa lo agradecida que le estoy de poder contar con él en este duro camino que yo decidí emprender.

Gracias por recordarme cómo soy realmente cuando más perdida me siento. Por hacerme ver que cada día que pasa estoy mucho más cerca de mi objetivo. Por esperarme sin condiciones. Por quererme desde la generosidad. Por pensar por mí cuando yo no tengo tiempo. Por recompensar mis días de encierro cuando nos vemos. Por tomarte lo mío como si fuera tuyo y defenderlo a capa y espada. Por creer en mí.

Y sobre todo, todo… por seguir ahí.

Estándar